Redecorando. Día 4 a.C. (Antes de la Croqueta)
PRIMERA PARTE
Crucé la meta volante de la sección familiar en el pelotón principal, con solo tres tápers y un albornoz de penalización sobre el grupo de cabeza. Satisfecho con mi clasificación momentánea aparqué mi carriciclo amarillo y azul para incorporarme a la serpenteante cola del control de avituallamiento. Los rezagados seguirían llegando el resto de la tarde. Algunos abandonarían allí la carrera, exhaustos tras superar el puerto de montaña de los armarios y almacenaje, o bien por serias discrepancias de estrategia con su compañero de tándem. El resto de valientes repondrían fuerzas para afrontar el largo tramo final de etapa en la zona de complementos; donde en cada recodo puedes pinchar en un bache o luchar momentáneamente con una pájara ─en varias posibles acepciones populares del término.
Equipé mi bandeja con los pertrechos necesarios y, mientras estaba decidiendo entre la oferta de albóndigas suecas o el lomo de salmón, sonó en mi teléfono móvil la sintonía asociada a mi principal patrocinador, por lo que me aparté a la cuneta, para que el resto de corredores pudieran rebasarme sin problemas, y descolgué el aparato:
─¿Si?
─Niño, ¿cómo ha ido?
─Todavía sigo en ILLEA.
─¿Ya has comido?
─No. Ahora mismo estoy en la cola del restaurante.
─¿Y qué vas a comer?
─Creo que la oferta del viernes ─respondí, y oteando los múltiples carteles añadí─: Albóndigas en salsa.
─¿Comida bazofia de esa? A saber de qué carne están hechas esas albóndigas.
─No es bazofia mamá ─dije bajando el tono algo avergonzado.
─Qué sabrás tú.
─Soy biólogo mamá, algo de eso entiendo.
─Biólogo, biólogo ─respondió ella en tono burlón─. ¡Y yo soy la madre que te parió!
Y suavizando el tono añadió:
─Anda, pásate luego por casa a por croquetas que hice anoche y no comas allí.
─Vale.
─Yo no estaré que el turno del hospital termina esta tarde a las 6. Y tu padre... a saber dónde andará.
─Vaale.
─Te he dejado las croquetas en la nevera. Ya están fritas, solo tendrás que calentarlas un poco en el microondas.
─Vaaale.
─Puedes llevarte todas si quieres que a tú padre no le convienen. Desde que le cambiaron a la oficina está criando un tripón... La curva de la felicidad dice. ¡Ja!
─Vaaaale.
─Te quiero... Cuídate y come bien... ¡Ay mi niño, que se me ha ido de casa!
─Mamá no seas teatrera por favor. Solo llevo dos semanas en el piso. Es imposible que ya sufras el síndrome del nido vacío.
─Cuando seas padre ya verás, ya... Aunque a este paso se acaba el mundo sin que nos hagas abuelos.
─Por favooor... no volvamos a ese tema. Hablamos luego, ¿vale?
─Te quiero Jacques.
─Y yo a ti mamá.
La expectativa de las deliciosas croquetas de pollo de mi madre me convenció fácilmente y dejé la cola del restaurante para descender a la planta de complementos. Recogí la bolsa amarilla y la coloqué en uno de esos gigantescos carros que ─cual si de agujero negro supermasivo se tratase─, son capaces de tragarse todo a su paso. Comprensión metafísica que uno solo alcanza al pasar por caja, a la vista del kilométrico ticket de compra. Durante el eslalon por las secciones no pude evitar sucumbir a los cantos de sirena: Cargue vasos, platos, cubiertos, velas, un par de marcos para fotos, una lámpara de mesa y otros elementos decorativos. Llegando al almacén me procuré un carro específico para las cajas grandes, y papel en mano con los códigos de lo que necesitaba afronté la parte final de la yincana sueca. Circulaba por los pasillos empujando mi convoy de carros, uno encajado en la trasera del otro, atrayendo incluso alguna que otra mirada. Parecía un sintecho de película estadounidense, trajinando todas sus preciadas posesiones por las aceras de la gran manzana, al tiempo que murmura sobre abducciones extraterrestres y planes gubernamentales secretos. Un escritorio, un puff, una mesa de comedor, una mesita pequeña y tres sillas después estrené mi flamante ILLEA VISA de pago aplazado, gestioné el envío de un sofá y luego tomé uno de los ascensores para bajar el carrito cargado al aparcamiento, que afortunadamente a esta hora estaba muy tranquilo, pues casi todos los clientes seguían en la bacanal sueca low cost con relleno de refresco gratis. Estaba agotado pero empecé a cargar el coche con las cajas que iba a llevarme por mi cuenta. Si la isla de la ninfa Calipso hubiera tenido un ILLEA, Odiseo jamás habría conseguido regresar a Ítaca.
Podría mentir diciendo que, mientras me afanaba en embutir las cajas en el maletero del Land Rover Discovery nuevecito que me había prestado mi padre, mi mente disertaba acerca de independencia y financiación como binomio paradigma de una tesina sobre conceptos indisolubles de la vida moderna. Pero la verdad es que soy mucho más mundano. Pronto, olvidando el cansancio, mi siempre calenturienta imaginación soñaba despierta, visualizando como sería una fiesta privada en mi recién amueblado apartamento, solos yo y una voluptuosa doncella dispuestos a dar fe de la prometida robustez de la carpintería sueca. Vino a interrumpir mi trascendental análisis alguien voceando por el aparcamiento.
─¡¿Klapiin?!
Levanté la mirada buscando el origen del sonido. Uno de los minions de ILLEA, uniformado con su característico polo amarillo, venía caminando lentamente hacia mí. Todavía estaba a ocho o nueve coches de distancia así que respondí elevando también la voz:
─¡¿Perdón?!
─¡¿Klapiiiin?! ─preguntó Bob Esponja segundos después.
─No...¡Miiiilm! ¡Un escritorio! ¡Ya sabe, para el ordenador! ─respondí siguiendo a lo mío.
"¿Qué es esto, estraperlo en el aparcamiento con material robado?", elucubré por un momento.
─¡¿Klapiiiiiiin?! ─Volvió a piar la Gallina Caponata.
Ya me estaba dando la brasa el tío coñazo. Seguía avanzando a paso de tortuga pero ahora estiró los brazos.
"¿Se ofrece a ayudar en la carga de los muebles para luego tratar de negociar algún chanchullo?", pensé siguiendo con el razonamiento anterior, "¡Joder, puta crisis!"
Pero ya casi había terminado de cargar. Empujé la última pieza del Tetris y cerré el portón trasero del coche.
─¡Oiga!, no me interesa ese sofá, ya he comprado uno arriba ─respondí en tono áspero para dejarle clara mi posición final.
Y empujando en su dirección el carro ya vacío imité el soniquete de una máquina expendedora de tabaco:
─Su carrito, gracias.
Me apresuré a subir al coche, arranqué y salí girando marcha atrás alejándome de Pikachu, para luego pasar por su lado, haciendo patinar las ruedas en el resbaladizo cemento. Al mirar por el retrovisor vi como el Piolín cabezón me seguía con la mirada, insistiendo con el dichoso sofá a grito pelado.
Enfilé hacia Gran Vía de les Corts Catalanes. En un rato descargaba todo en mi flamante guarida de soltero en el barrio del Raval, devolvía el mastodonte al garaje de mi padre, saqueaba su nevera, y estaba de regreso listo para empezar a desempaquetar y montar todo.