domingo, 12 de diciembre de 2010

Triple P - 1


Esa noche había dormido francamente bien, disfrutando de algún sueño que, pese a no lograr recordar con claridad, había sido manifiestamente agradable a juzgar por las evidencias fisiológicas presentes en las sábanas. Pero con la llegada del día era necesario empezar a despejarse la mente.
Vislumbró las 7:45 entre legañas y de un certero manotazo desactivó el radio despertador justo cuando empezaban a sonar las primeras sintonías musicales; últimamente eran demasiado pegadizas, y por mas que lo intentaba no lograba quitárselas de la cabeza durante gran parte la mañana. Saltó de la cama directamente sobre las zapatillas para evitar el contacto frío del suelo. Los meses de invierno siempre eran los más difíciles, pues el ahorro en calefacción era imprescindible en sus ajustadísimas cuentas.
Pasó velozmente junto al escritorio para coger su pensapulsera ─o PP, como ahora las llamaba todo el mundo─, que mostraba ya una inquieta y parpadeante luz naranja de aviso. No quería problemas con La Sociedad, y pese a que la utilización de las PPs no era obligatoria hasta las 8 de la mañana, se la ajustó en la muñeca izquierda y esperó paciente hasta que el mecanismo de la pensapulsera le reconoció. La luz osciló de advertencia naranja a conformidad verde para luego apagarse lentamente. Observó el contador en la esfera digital: 2500 pasos. Llegaría sobradamente a fin de mes. Tomó una rápida ducha con agua ligeramente templada, se afeitó y vistió, y tras un frugal desayuno a base de café y tostadas salió presto de su apartamento.
La puerta del apartamento contiguo se estaba abriendo en ese mismo instante, y el huraño y misterioso ermitaño que tenía por vecino asomaba al rellano cargado con dos bolsas de plástico, aparentemente pesadas a juzgar por las dificultades que le causaba el acarrearlas.
─ ¡Buenos días vecino! ─saludó alegremente Marcos cerrando la puerta.
─ Ah, es usted, sí claro, buenos días ─balbuceó éste un tanto sobresaltado.
Por un momento se quedó inmóvil, llaves en mano, aferrando fuertemente contra su pecho las bolsas, usando para ello el brazo libre. Parecía estar dudando entre salir o regresar al interior de su cubil.
Tic. Marcos lo observó de reojo con curiosidad mientras giraba su cerrojo. Tac. Se guardó las llaves en el bolsillo interior de su gabardina mientras cubría los escasos pasos que le separaban del ascensor. Tic. Pulsó el botón para llamar al ascensor y empezó a ponerse un guante en la mano izquierda. Tac. Otro guante, y otra mano deslizándose en su interior.
Diiiiing. Las puertas del ascensor empezaron a abrirse ruidosamente.
─ ¿Baja? ─invitó Marcos alargando su brazo para sujetar las puertas.
El extraño vecino aterrizó de quién sabe dónde, se apresuró a cerrar su propia puerta y en pocos segundos estuvo frente a Marcos con una sutil sonrisa destacando en medio de su pelirroja barba.
─ Gracias ─logró decir mientras cruzaba al interior del ascensor.
Marcos entró detrás y pulsó el botón de planta baja.
Las puertas se cerraron y tras unos pocos chirridos metálicos empezó el lento descenso.
Duodécimo.
Undécimo.
─ Parece que hoy hará un buen día, ¿no cree? ─dijo Marcos bajando la vista del parpadeante fluorescente del techo para observar a su vecino.
Décimo.
─ Eso parece ─sonrió de nuevo el barbudo individuo─. Hoy me asomé al balcón para ver amanecer y el horizonte se veía despejado. Ninguna nube. Un sol espléndido.
Cumplidas las convenciones Marcos fijó sus ojos en el indicador digital que indicaba la planta en la que se encontraba el ascensor. Entrecerró los ojos, su cuello se fue doblando lentamente hacia arriba y se relajó tratando de endormiscarse un poco.
Noveno.
─ Me hace pensar en el Génesis.
─ Claro ─dijo Marcos esbozando una sonrisa. Su mente empezó a vagar.

Génesis I
“Dijo Dios: Haya luz. Y hubo luz

Una ligerísima vibración en su muñeca izquierda le truncó la incipiente sonrisa. Sus párpados se abrieron y la intensa luz del fluorescente del ascensor hirió sus pupilas. Un paso más había corrido en su PP.
Octavo.
Bajó de nuevo la mirada, levemente airada, hacia su vecino. Este sonreía beatíficamente al infinito, perdido en sus propios pensamientos. Marcos oteó confuso buscando la pensapulsera del individuo en su muñeca izquierda. Sus brazos cruzados sujetando las bolsas le permitían entrever levemente la correa de la PP, pero la manga de su chaqueta bloqueaba y ensombrecía parcialmente la visión de la esfera digital. Parecía que la cifra del contador de pasos no se estaba incrementando, y en las sombras se apuntaban tan solo tres cifras. ¿Estaban a finales de mes y aquel barbudo soñador ni siquiera había consumido mil pasos? ¡Increíble! ¿En qué estaba pensando ahora? ¿Acaso tenía su mente en blanco todo el día? Marcos era muy comedido con sus pasos, tan solo puntualmente se permitía el disfrute de actividades de “pago por pensar” ─Disfrutar una canción, releer alguna de sus novelas favoritas, y sólo muy ocasionalmente, ver una película─: pese a ello, habitualmente alcanzaba los 3000 pasos a finales de mes.
Séptimo.
Marcos escudriñó mejor a su acompañante: Vestía decentemente: chaqueta impermeable ligeramente acolchada, jersey de punto, pantalones vaqueros de color azul oscuro, sus ropas no eran de última marca pero estaban limpias y en buen estado de uso. Tendría alrededor de treinta años, su misma edad. Quizás sin barba parecería un poco más joven. Seguía aferrando fuertemente las repletas bolsas de plástico.

¿Repletas de qué? ─se preguntó Marcos.

Sexto.
─ ¿Pesan mucho? ─interrumpió Marcos súbitamente.
─ ¿Perdón?
─ Las bolsas. ¿Pesan mucho? ─repitió.
Quinto.
─ No mucho ─respondió el barbudo, volviendo a perderse en sí mismo ipso facto.
Cuarto.
─ Ah ─asintió Marcos haciendo como que entendía.
Tercero.
─ ¿Cómo se llama usted? ─insistió educadamente Marcos, dispuesto a recuperar en algún modo el coste del paso en su pensapulsera.
─ Pedro.
─ Mucho gusto ─dijo, y extendiéndole la mano, añadió─. Yo soy Marcos, el vecino de al lado como ya habrá visto ─y dibujó la mejor de sus sonrisas.
Segundo.
En el intento de Pedro de ofrecer su mano una de las bolsas se escurrió de entre sus brazos, cayendo al suelo del ascensor y desparramando parte de su contenido. Se afanó en dejar la otra bolsa en el piso del ascensor y ponerse en cuclillas a recoger su preciado cargamento. Marcos desde luego hizo lo propio.

¡Libros! ─los ojos de Marcos abiertos como platos no daban crédito a lo que veían.

Primero.
Durante los breves segundos que tardaron entre ambos en tener todos los volúmenes de nuevo embolsados Marcos ojeó fugazmente los títulos que pasaron por sus manos.

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, 1984, de George Orwell, Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, Más que Humano, de Theodore Sturgeon, Solaris, de Stanislaw Lem, ...

Planta Baja.
Diiiiing.
─ Bueno, muchas gracias ─carraspeó Pedro al tiempo que se apresuraba en salir del ascensor y alejarse velozmente─. Adiós, buenos días.
─ ¡Hasta luego! ─se despidió Marcos.
Su vecino volvió la cabeza mientras tiraba de la puerta principal para salir y Marcos se sorprendió al ver como dos burlescos ojos parecían estar diciéndole “No lo creo amigo”.
Libros, novelas, relatos, un placer peligroso al alcance de solo unos pocos. No por su tenencia, sino por el riesgo de sucumbir a su sola contemplación expuestos en una estantería ─y recordar sus párrafos, sus palabras, sus personajes─. Riesgo de caer en la tentación final cogiendo meticulosamente un volumen, saboreando lentamente cada sensación que te proporciona: Tocar su lomo, abrirlo, palpar el papel, olerlo, escoger un párrafo cualquiera en una página cualquiera y leer. Uno, dos, tres, cuatro minutos… los pasos se desgranan implacablemente y uno casi puede notar como le quema la muñeca.
Repasó el contador de pasos de su PP. Seguía marcando 2501. Había logrado contener a su traicionero cerebro ante la contemplación de los volúmenes. Los pocos títulos que había logrado ver eran todos de ediciones antiguas de clásicos de la ciencia ficción. Aunque no era imposible conseguirlos, era difícil, y sus precios los convertían en un auténtico artículo de lujo. Si uno tenía ganas de leer, y bolsillo para permitírselo, no tenía más que acudir a los chicos de La Sociedad, y ellos gustosamente  le proporcionarían una preciosa y aséptica edición, recién impresa, de cualquiera de la infinidad de obras secuestradas en sus bases de datos.
El cómo, el por qué y sobre todo el para qué, su vecino del piso trece de un sencillo bloque residencial periférico tenía semejante colección de clásicos en ediciones antiguas, eran preguntas que escapaban de su obnubilada compresión matutina, y si no se apresuraba llegaría tarde al trabajo.


2 comentarios:

  1. Curioso este relato.Para cuando la segunda entrega? Estoy en ascuas.

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  2. Me ha encantado este relato, en serio.
    A mí me apasiona releer viejas ediciones que hay en casa de mi madre y que pertenecían a su padre

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