miércoles, 24 de junio de 2015

El apocalipsis albóndiga (The meatball apocalypse) - 2


Redecorando. Día 4 a.C. (Antes de la Croqueta)


PRIMERA PARTE

    Crucé la meta volante de la sección familiar en el pelotón principal, con solo tres tápers y un albornoz de penalización sobre el grupo de cabeza. Satisfecho con mi clasificación momentánea aparqué mi carriciclo amarillo y azul para incorporarme a la serpenteante cola del control de avituallamiento. Los rezagados seguirían llegando el resto de la tarde. Algunos abandonarían allí la carrera, exhaustos tras superar el puerto de montaña de los armarios y almacenaje, o bien por serias discrepancias de estrategia con su compañero de tándem. El resto de valientes repondrían fuerzas para afrontar el largo tramo final de etapa en la zona de complementos; donde en cada recodo puedes pinchar en un bache o luchar momentáneamente con una pájara ─en varias posibles acepciones populares del término.

    Equipé mi bandeja con los pertrechos necesarios y, mientras estaba decidiendo entre la oferta de albóndigas suecas o el lomo de salmón, sonó en mi teléfono móvil la sintonía asociada a mi principal patrocinador, por lo que me aparté a la cuneta, para que el resto de corredores pudieran rebasarme sin problemas, y descolgué el aparato:
─¿Si?
─Niño, ¿cómo ha ido?
─Todavía sigo en ILLEA.
─¿Ya has comido?
─No. Ahora mismo estoy en la cola del restaurante.
─¿Y qué vas a comer?
─Creo que la oferta del viernes ─respondí, y oteando los múltiples carteles añadí─: Albóndigas en salsa.
─¿Comida bazofia de esa? A saber de qué carne están hechas esas albóndigas.
─No es bazofia mamá ─dije bajando el tono algo avergonzado.
─Qué sabrás tú.
─Soy biólogo mamá, algo de eso entiendo.
─Biólogo, biólogo ─respondió ella en tono burlón─. ¡Y yo soy la madre que te parió!
    Y suavizando el tono añadió:
─Anda, pásate luego por casa a por croquetas que hice anoche y no comas allí.
─Vale.
─Yo no estaré que el turno del hospital termina esta tarde a las 6. Y tu padre... a saber dónde andará.
─Vaale.
─Te he dejado las croquetas en la nevera. Ya están fritas, solo tendrás que calentarlas un poco en el microondas.
─Vaaale.
─Puedes llevarte todas si quieres que a tú padre no le convienen. Desde que le cambiaron a la oficina está criando un tripón... La curva de la felicidad dice. ¡Ja!
─Vaaaale.
─Te quiero... Cuídate y come bien... ¡Ay mi niño, que se me ha ido de casa!
─Mamá no seas teatrera por favor. Solo llevo dos semanas en el piso. Es imposible que ya sufras el síndrome del nido vacío.
─Cuando seas padre ya verás, ya... Aunque a este paso se acaba el mundo sin que nos hagas abuelos.
─Por favooor... no volvamos a ese tema. Hablamos luego, ¿vale?
─Te quiero Jacques.
─Y yo a ti mamá.

    La expectativa de las deliciosas croquetas de pollo de mi madre me convenció fácilmente y dejé la cola del restaurante para descender a la planta de complementos. Recogí la bolsa amarilla y la coloqué en uno de esos gigantescos carros que ─cual si de agujero negro supermasivo se tratase─, son capaces de tragarse todo a su paso. Comprensión metafísica que uno solo alcanza al pasar por caja, a la vista del kilométrico ticket de compra. Durante el eslalon por las secciones no pude evitar sucumbir a los cantos de sirena: Cargue vasos, platos, cubiertos, velas, un par de marcos para fotos, una lámpara de mesa y otros elementos decorativos. Llegando al almacén me procuré un carro específico para las cajas grandes, y papel en mano con los códigos de lo que necesitaba afronté la parte final de la yincana sueca. Circulaba por los pasillos empujando mi convoy de carros, uno encajado en la trasera del otro, atrayendo incluso alguna que otra mirada. Parecía un sintecho de película estadounidense, trajinando todas sus preciadas posesiones por las aceras de la gran manzana, al tiempo que murmura sobre abducciones extraterrestres y planes gubernamentales secretos. Un escritorio, un puff, una mesa de comedor, una mesita pequeña y tres sillas después estrené mi flamante ILLEA VISA de pago aplazado, gestioné el envío de un sofá y luego tomé uno de los ascensores para bajar el carrito cargado al aparcamiento, que afortunadamente a esta hora estaba muy tranquilo, pues casi todos los clientes seguían en la bacanal sueca low cost con relleno de refresco gratis. Estaba agotado pero empecé a cargar el coche con las cajas que iba a llevarme por mi cuenta. Si la isla de la ninfa Calipso hubiera tenido un ILLEA, Odiseo jamás habría conseguido regresar a Ítaca.

    Podría mentir diciendo que, mientras me afanaba en embutir las cajas en el maletero del Land Rover Discovery nuevecito que me había prestado mi padre, mi mente disertaba acerca de independencia y financiación como binomio paradigma de una tesina sobre conceptos indisolubles de la vida moderna. Pero la verdad es que soy mucho más mundano. Pronto, olvidando el cansancio, mi siempre calenturienta imaginación soñaba despierta, visualizando como sería una fiesta privada en mi recién amueblado apartamento, solos yo y una voluptuosa doncella dispuestos a dar fe de la prometida robustez de la carpintería sueca. Vino a interrumpir mi trascendental análisis alguien voceando por el aparcamiento.
─¡¿Klapiin?!
    Levanté la mirada buscando el origen del sonido. Uno de los minions de ILLEA, uniformado con su característico polo amarillo, venía caminando lentamente hacia mí. Todavía estaba a ocho o nueve coches de distancia así que respondí elevando también la voz:
─¡¿Perdón?!
─¡¿Klapiiiin?! ─preguntó Bob Esponja segundos después.
─No...¡Miiiilm! ¡Un escritorio! ¡Ya sabe, para el ordenador! ─respondí siguiendo a lo mío.
    "¿Qué es esto, estraperlo en el aparcamiento con material robado?", elucubré por un momento.
─¡¿Klapiiiiiiin?! ─Volvió a piar la Gallina Caponata.
    Ya me estaba dando la brasa el tío coñazo. Seguía avanzando a paso de tortuga pero ahora estiró los brazos.
    "¿Se ofrece a ayudar en la carga de los muebles para luego tratar de negociar algún chanchullo?", pensé siguiendo con el razonamiento anterior, "¡Joder, puta crisis!"
    Pero ya casi había terminado de cargar. Empujé la última pieza del Tetris y cerré el portón trasero del coche.
─¡Oiga!, no me interesa ese sofá, ya he comprado uno arriba ─respondí en tono áspero para dejarle clara mi posición final.
Y empujando en su dirección el carro ya vacío imité el soniquete de una máquina expendedora de tabaco:
─Su carrito, gracias.
    Me apresuré a subir al coche, arranqué y salí girando marcha atrás alejándome de Pikachu, para luego pasar por su lado, haciendo patinar las ruedas en el resbaladizo cemento. Al mirar por el retrovisor vi como el Piolín cabezón me seguía con la mirada, insistiendo con el dichoso sofá a grito pelado.

    Enfilé hacia Gran Vía de les Corts Catalanes. En un rato descargaba todo en mi flamante guarida de soltero en el barrio del Raval, devolvía el mastodonte al garaje de mi padre, saqueaba su nevera, y estaba de regreso listo para empezar a desempaquetar y montar todo.

El apocalipsis albóndiga (The meatball apocalypse) - 1


Nota del autor:
Todas las personas y empresas que aparecen en esta historia son inventadas, y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.


Obra registrada en Safe Creative.

Día de la Croqueta. Día 0


"Nunca sabremos el valor del agua hasta que el pozo esté seco"
Thomas Fuller (1608-1661)

    Existen acontecimientos en la historia cuya trascendencia marca el fin de una época y el principio de otra. Las diferencias entre esas épocas, si una fue mejor que otra, o el momento en que se produjo el cambio, son detalles que el tiempo y los historiadores se encargarán de juzgar. Para mí, ese momento exacto del cambio sucederá hoy, martes 10 de marzo de 2020, alrededor de las 10 de la noche. Mañana nada volverá a ser igual. Fuera, tras las ventanas, un manto de respetuoso silencio ha caído hace horas sobre la ciudad, cual cortejo fúnebre de algún gran rey o emperador. La oscuridad se ha ido tragando las calles y los edificios, que bañados por el resplandor de la luna llena lucen ahora cual estelas de mármol de algún antiguo camposanto, dando majestuoso testimonio de muerte donde antaño hubo vida.

    Así, con la solemnidad que merece la ocasión, he dispuesto sobre la mesa un práctico mantel individual color hueso, y encima, flanqueado por una simpática servilleta a la izquierda y un elegante tenedor a la derecha, un gran plato cerámico blanco de alegres motivos florales, en cuyo centro, iluminada tan solo por el titileo de dos preciosas velas, aguarda fría y solitaria la última croqueta de pollo que preparó mi madre. Son dos bocados escasos. El primero se disuelve inundando mi boca y dejo que los sabores me transporten hasta recuerdos felices de la infancia: el verano en que aprendí a nadar en las playas de Torredembarra, siempre una hora larga después de comer las deliciosas croquetas; la sonrisa orgullosa de mi madre cada vez que sacaba un excelente, fiel sinónimo de "para cenar, croquetas"; y el primer beso adolescente, ¿croquetas?, insondables misterios del subconsciente. El segundo bocado discurre por derroteros mucho más nostálgicos, empañando mis ojos: las últimas charlas con la abuela antes de que el cáncer la consumiera por completo, tratando de explicarme el viejo secreto familiar de la masa de croquetas; y los amigos y seres queridos que quizás no vuelva a ver, siempre alrededor de una mesa bien surtida, comiendo y bebiendo de forma desmedida y despreocupada.

    Mi experiencia casi mística finaliza de forma abrupta cuando mi rugiente estómago protesta reclamando más enjundia. A buen seguro mi padre, siempre muy pragmático, aprovecharía para citar el refranero: "Desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo". De no ser por el páramo desolado en que se ha convertido mi despensa, y la poco halagüeña previsión sobre su posible restitución, incluso lo daría por bueno. Mañana tendré que arriesgarme a salir por comida, o prepararme para explorar los límites del cuerpo humano en un ayuno prolongado. Pero antes, mejor voy a explicar cómo empezó todo.

viernes, 12 de junio de 2015

Terapia Real - Cotidianidad 10

Ella enumeraba toda una larga y vergonzosa lista de defectos físicos mientras el marido permanecía completamente callado y solo el brillo de la humedad en sus preciosos ojos verdes daba fe de su pesadumbre.
Frente a la infeliz pareja, la especialista tomaba notas diligentemente al tiempo que asentía como muestra de circunspección, esperando a que terminara tan desagradable soflama.
– ¿Y bien? ¿Puede hacer algo para ayudarle? –preguntó finalmente la esposa.
– Desgraciadamente no puedo hacer nada, querida –respondió la especialista totalmente afligida.
– ¡Esto es totalmente inadmisible! –chilló reprendiéndola con la severidad que solo otorga el hábito–. No dude que pronto tendrá noticias de mi padre –Apostilló amenazante.
Se levantó como un resorte y empezó a dirigirse hacia la salida.
– Lo lamento profundamente –dijo la especialista levantándose a su vez–. Pero la efectividad del conjuro radicaba en la pasión del beso –Y volviéndose hacia el infortunado engendro que seguía encogido en su butaca–. Es evidente que en este caso fue muy baja.
– ¡Croá! –gruñó el príncipe por toda confirmación de los hechos.

Y saltando, se dispuso a seguir los pasos de su princesa y dejar para siempre la consulta del Hada Madrina.

Femme Fatale - Cotidianidad 9

Llevaba un buen rato observándola desde la distancia, ocultándome, sin atreverme siquiera a realizar una pequeña aproximación.
Ella, completamente inmóvil, permanecía impasible a la tremenda algarabía que dominaba el lugar debido al continuo ir y venir de todos. Su piel, bañada bajo una suave luz, lucía un precioso tono oscuro que se me antojaba irresistible. Era completamente perfecta bajo todas las facetas.
Finalmente, haciendo acopio de todo mi valor, decidí abandonar la seguridad de mi eficaz parapeto y acercarme a conocerla.
A medida que la distancia se reducía entre nosotros mi corazón pasó del trote al galope, para terminar latiendo completamente desbocado cuando ya casi podía oler su dulce perfume. Ella se percató de mi presencia  y yo detuve por completo mi avance.  Sus hipnóticos ojos verdes se centraron en mí y el mundo a mi alrededor pareció congelarse cuando esbozó una ligera sonrisa.
Instantes después su carnosa lengua ya me había atrapado, conduciéndome irremediablemente al interior de su húmeda garganta.

La película de mi efímera vida finalizó con el recuerdo de mi madre advirtiéndome sobre lo imposible del amor entre ranas y mosquitos.