miércoles, 28 de noviembre de 2018

El apocalipsis albóndiga (The meatball apocalypse) - 5

Redecorando. Día 4 a.C. (Antes de la Croqueta)


CUARTA PARTE

  Terminé de montar el escritorio en la habitación pequeña y aunque todavía haría falta instalar algún que otro mueble más, ahora ya empezaba a tener aspecto de despacho. Satisfecho, decidí relajarme unos minutos y fui a la cocina por una bolsa de patatas fritas que acompañé con una cerveza con limón muy fresquita. A la espera del sofá que tenía que llegar el lunes me acomodé en el puff de piel de vaca y puse la televisión buscando algo interesante para ver. Estuve zapeando un rato sin éxito y entonces recordé la conversación con mi madre. Cambié de canales, alternando emisoras nacionales con alguna local, buscando noticias o avances informativos que comentaran algo sobre el tema, pero no se mencionaba el brote infeccioso por ninguna parte. Solo lo mismo de siempre: cotilleos, fútbol y corrupción política.

    Apagué el televisor y volví al despacho. Saqué mi portátil del maletín y ubicándolo sobre el nuevo escritorio lo encendí y al rato estaba buscando información por internet. En los portales de noticias convencionales tampoco se explicaba nada. Pero buscando en twitter enseguida localicé comentarios filtrados sobre sucesos en varios hospitales, no sólo de Barcelona, al parecer también se comentaban entradas de enfermos con síntomas similares en Madrid, Zaragoza y Valencia. En la mayoría de casos eran informaciones de segunda o tercera mano: "tengo un primo que"; "una amiga me ha explicado que" o "un conocido que trabaja en". Costaba mucho separar el grano de la paja entre múltiples bromas, comentarios sarcásticos, imágenes que hacían guasa del tema y comentarios conspiranoicos sobre tweets desaparecidos y cuentas canceladas a velocidad vertiginosa. Pero la conclusión final que se extraía era que algo se estaba cociendo y como decía mi padre: "No hay humo sin fuego". Pensé que, aunque pudiera parecer grave, pronto las autoridades controlarían el tema, se emitiría un comunicado oficial informando y tranquilizando a la población, y que al final todo quedaría bajo control y como un simple susto.

    Terminé la cerveza y al ir a la cocina a guardar el resto de patatas y tirar el botellín, vi todos los cartones del escritorio todavía desperdigados por el suelo del salón. Recordando que había prometido a doña Rosita dejar hoy el portal limpio me puse encima una cazadora vaquera y cargué con los cartones. Bajé a trompicones por las escaleras, ya que el ascensor estaba estropeado desde hacía un par de días: una de esas coincidencias tan graciosas que le pasan a uno justo antes de una mudanza. Recogí el resto de embalajes y cajas que había dejado arrinconados allí y lo agrupé todo formando dos gruesos fajos. Abrí la puerta como pude y salí con ambos bultos a la calle.

    Procesioné toda la calle Maria Aurèlia Capmany arrastrando en ruidosa penitencia el cartón fruto de mi pecado consumista. A duras penas podía abarcarlo con los brazos, y varias veces tuve que detenerme a recoger pedazos que perdía por el adoquinado. Eran más de las ocho y fuera ya se había puesto el sol pero, aunque los días todavía eran cortos y técnicamente faltaban dos semanas para la primavera, la temperatura en la ciudad era agradable. El final de la bocacalle se abría a una todavía bulliciosa Rambla del Raval. Me acerqué hasta el contenedor azul y pude ver como en las terrazas, entre las palmeras y los plataneros, se mezclaba la gente que terminaba la jornada laboral con la que empezaba ahora el turno de ocio nocturno, todos refrescándose y tapeando a luz de las farolas. Motos, bicis, peatones y algún que otro coche yendo arriba y abajo de la Rambla. Estaba convencido que iba a gustarme vivir allí. Me parecía un buen barrio, lleno de vida, lejos de todas las habladurías que había escuchado.

    De regreso a mi edificio, coincidí en el portal con una chica joven que también entraba y le cedí el paso caballerosamente. Me lo agradeció y entró. No me dio tiempo a fijarme en detalle pero me pareció que era bastante guapa. Viendo el cartel de "No funciona" pegado al ascensor rápidamente comprendí —soy un hacha para este tipo de cálculos— que como mínimo iba a llevarla delante tres tamos de peldaños hasta el primero A. "¡Qué alegría, qué alboroto, otro perrito piloto!". Empezamos a subir y, a fin de poder ejecutar mi deshonroso plan de la forma más apropiada, yo me quedé más o menos un metro por detrás de ella.

    Era bastante alta. Iba en bambas, y aun así calculé que debía medir casi metro ochenta. En tacones sería más alta que yo. Delgada y morena, llevaba un corte de pelo muy sexy, muy corto en la nuca y con algunos mechones más largos cayéndole a un lado —pixie creo que le llaman—. Vestía una camiseta rosa de tirantes que dejaba ver parte de su espalda y todo su largo cuello blanco. Rematando el conjunto unos vaqueros azules tipo pitillo muy ceñidos casi no podían contener unos espectaculares glúteos, muy trabajados, que se bamboleaban ante mis ojos hipnotizándome con su continuo vaivén, al punto de hacerme perder la coordinación motriz y tropezar con un escalón. Solo mi mano aferrándose a la barandilla de la escalera como si no hubiera un mañana me salvó de una segura visita al dentista.

    Llegados al rellano del primero entretuve mis escasas cinco llaves en la mano unos segundos más, haciendo como que no encontraba la de la puerta, en vano y ridículo intento de dilatar el momento. Ella anduvo los tres metros hasta la puerta B y abriéndola dijo "hasta luego" sin mirarme y entró al piso, mientras yo carraspeaba, me atragantaba, balbuceaba, y sólo al tercer intento lograba pronunciar un "hasta luego" que salió traicionero de mi garganta con una ridícula voz de pito.
    "Tendré que considerar la oferta de doña Rosita", pensé.

    Decidí darme una ducha para despejar la mente y templar un poco mi juvenil libido. Mañana sería sábado y quería organizar algo que hacer con los colegas por la noche, por lo que pensé que sería prudente cenar algo ligero y acostarse pronto. Vi un poco la televisión mientras tomaba un tazón de leche con cereales. En las noticias de las nueve no comentaban nada todavía por lo que pensé que todo ese asunto del hospital se quedaría al final en una falsa alarma. Ahora ya era un poco tarde para llamar a mi madre pues con seguridad, a estas horas, ya dormía para empezar mañana su turno a primera hora. Le daría un toque antes de desayunar para comentar de nuevo el asunto y que así se quedase tranquila. Con esta idea me fui a acostar sobre las nueve y media.

    Al rato se escuchaba un leve chirriar metálico de colchón al otro lado de la pared, en el piso contiguo. En las escasas dos semanas en el bloque ya había observado que a esta hora acostumbraban a desfilar algunos currantes. Supuse que antes habrían llamado a su casa para avisar que hoy tendrían que quedarse un rato más en "la oficina", porque era viernes y tenían que hacer inventario del almacén para el cabrón del jefe, o escribir un informe urgente para la reunión de mañana a primera hora, o calcular un balance de situación. Y a tenor del compás de los muelles, la situación hoy se estaba balanceando pero que muy bien. Otros días no le habría prestado siquiera atención, pero el ascenso detrás de la morena de culo perfecto había provocado que hoy, inconscientemente, quisiera imaginar qué pasaba. El poder de la materia sobre la mente, y al revés también, pues ya mi mano iniciaba el viaje sabanas abajo en pos de un bien mayor.

    Dibujé en mi imaginación la escena que quizás sucedía. Pero mi cerebro no tardó mucho en conspirar en mi contra y la espectacular morena que me esforzaba en recordar se encogió y transformó en doña Rosita, con la falda levantada y tumbada sobre el colchón, y uno de sus serios y discretos clientes encima, empujando al ritmo del chirriar de los muelles. Y en cada empujón, doña Rosita murmurando mi nombre y guiñándome el ojo a través del tabique. Un desagradable escalofrío recorrió mi cuerpo entero y aparté esa imagen de mi mente no sin esfuerzo. Como prueba de lo efímero de los placeres, tal como vino, se fue el jolgorio al otro lado y el propósito en el mío.

    Me concentré entonces en mi rutina nocturna para conciliar el sueño, consistente en repasar los acontecimientos del día, para seguir a continuación con los planes para mañana. Pero entonces recordé la escena en el aparcamiento de ILLEA con el empleado pesado y su extraño comportamiento. Y así, dándole vueltas a ese momento, a lo que había mencionado mi madre sobre mordiscos y balbuceos, y a lo que había leído en twitter, fui apagándome hasta sumirme en el dulce sueño.

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